Coruña-Madrid sin salir de la autopista

Un viaje mil veces repetido se convierte casi siempre en una trámite y acabamos por conocer menos ese trayecto que el que visitamos en una única ocasión. He viajado desde A Coruña a Madrid en innumerables ocasiones, casi siempre en coche. Casi nunca he prestado especial atención al paisaje que se ha ido construyendo en mi memoria más por una sedimentación suave de detalles y anécdotas que por la fuerte impresión que genera el descubrimiento buscado. Y al final, he acabado por ser consciente de lo fascinante que puede ser ese trayecto tan cotidiano y aparentemente convencional. En muchos de los viajes de los últimos años la conversación, el deseo de explicarle a otros lo que para mi era cotidiano, me ha hecho redescubrir ese territorio que me debería ser familiar.

El tránsito desde las costas atlánticas gallegas hasta el centro de la Península Ibérica es lo más parecido que podemos encontrar a cruzar un desierto o un mar. España es un territorio con una geografía humana paradójica. Un centro ocupado por una metrópolis de más de 6 millones de habitantes que poco a poco va engullendo a muchas pequeñas ciudades próximas; una costa en la que se asientan varias grandes ciudades lineales de alta densidad que se desparraman bordeando el mar; y en el medio … la nada, un enorme espacio casi vacío. Esa nada es un desierto humano y un océano sensorial.

Si conducimos de Coruña a Madrid el principio y final son las áreas de montañas discretas en su altura pero espectaculares por su persistencia, son kilómetros y kilómetros de subidas y bajadas continuas. Esto es así en la salida de Galicia, de forma casi inmediata tras pasar las proximidades de la ciudad de Lugo. Pero también en la zona del Bierzo, donde la roca se vuelve negra por la pizarra y la tierra roja por la arcilla. La sierra del norte de Madrid es más elevada pero ya menos compleja en su topografía. Antes, cuando no existía la autopista A6, la carretera se pegaba a los pliegues increíbles del terreno y el viaje se convertía en una tortura salvo para el explorador con tiempo suficiente y paciencia para circular por horas detrás de camiones que siempre parecían más anchos que la calzada. Ahora, la autopista vuela por puentes o se hunde en las montañas y ya todo pasa muy rápido. Hemos ampliado el zoom de nuestra perspectiva a costa de perdernos los detalles.

En el medio la nada, enormes campos de cultivo entre los que aparecen pequeñas lomas casi siempre con algún resto de un castillo. Pequeños pueblos, compactos, en los que siempre destacan una iglesia y algún silo de cereal con una torre que parece querer copiar a la de la iglesia. Los dos símbolos de esa tierra, la religión y la agricultura. Aparecen nuevos símbolos que poco a poco ocupan más y más territorio. Las zonas de viñas se expanden y las “granjas” de paneles solares son la última incorporación al paisaje. Otros símbolos caen lentamente, los campos de girasoles, las plantaciones de cereales … siguen dominando el paisaje pero poco a poco van reduciendo su territorio.

Pero el paisaje lo construyen también otros elementos con menos relación con los habitantes de la zona. Objetos y lugares que han surgido por los que pasan por allí rápidamente pero con el tiempo justo y la necesidad de comer o descansar y la capacidad de observar. Los toros de Osborne, la única publicidad que permanece en las carreteras españolas pero ya convertidos en objeto cultural (a veces casi de culto). Las áreas de servicio de la autopista, monótonas pero al tiempo diferentes en sus arquitecturas anodinas. Los grandes carteles que nos recuerdan que saliendo de la autopista, a pocos kilómetros, siguen existiendo los restaurantes tradicionales que antes se llenaban de viajeros y ahora luchan por sobrevivir. Las vías de servicio que corren paralelas a la autopista y que en ocasiones parecen no llevar a ninguna parte, probablemente un resto arqueológico contemporáneo de rutas que han dejado de tener sentido.

Y por supuesto este viaje esconde muchos otros viajes, tantos como salidas en la autopista que te llevan a pequeños pueblos, a pinares, a lagos, a castillos, a iglesias, a bodegas … Pero esos son ya otros viajes que requieren de otros tiempos y actitudes. Aquí solo contamos el viaje que casi sin parar y sin salir del coche nos permite explorar un océano amarillo y verde con olas de maíz o trigo. Un viaje que posiblemente sea muy parecido al que tenemos a la puerta de nuestra casa en cualquier lugar del mundo.

[Este texto surgió primero con otro objetivo, después lo entendí como parte de mi proyecto K, después quedó dormido un tiempo. Al principio era el complemento de una serie de fotografías, después adquirió vida propia … ahora por muchas razones lo publico sin ninguna imagen. Creo que así tendrá nuevos significados] [proyecto_K; C2]

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