La emergencia de la economía colaborativa ha desbaratado muchos de los modelos sociales y empresariales tradicionales. Está aún por ver que parte de estos modelos son realmente colaborativos y por que la cooperación es ahora la regla cuando antes parecía la excepción en los mercados. En realidad tanto las ciencias sociales como la biología evolutiva llevan mucho tiempo tratando de entender las claves de la cooperación humana. Recientemente un equipo de psicólogos de la Universidad de Yale y de economistas de la Universidad de Harvard han publicado en la revista Current Opinion in Behavioral Sciences (volumen 3, Junio 2015) el artículo Promoting cooperation in the field, donde hacen una revisión de experimentos de campo sobre cooperación humana.
Además estos mismos autores publicaron en The New York Times How to get people to pitch in donde resumen sus conclusiones y reflexionan sobre las consecuencias en términos de políticas públicas. Entre los ejemplos de grandes problemas sociales que solo son resolubles si existe cooperación a gran escala entre la ciudadanía, nos encontramos la reducción del consumo de agua, el uso del transporte público en lugar del coche particular, la decisión de vacunar a tus hijos, o la participación en procesos democráticos.
Los economistas clásicos creyeron encontrar la solución ya en 1920. En ese año el economista Pigou publica The Economics of Welfare, donde propone lo que después se conocería como Pigovian tax (impuesto pigouviano). La propuesta de aplicación de un impuesto a una actividad de mercado que genera externalidades negativas dio origen a lo que se conoce como intervenciones coste-beneficio: penalizar económicamente comportamientos no cooperativos o premiar conductas cooperativas. Sin embargo en la práctica las medidas de este tipo han tenido siempre un impacto muy limitado: los ciudadanos rara vez cambian su comportamiento por este tipo de intervenciones. Por ejemplo en el caso de California un aumento del precio del agua del 10% solo reduce su uso entre un 2 y un 4%. Y solo si aumentamos los impuestos y precios hasta límites poco razonables la solución de Pigou empieza a ser efectiva. La revisión de estos autores demuestra que la mayoría de economistas han depositado una confianza excesiva en la estricta racionalidad económica del comportamiento de las personas.
Pero la revisión de las evidencias que nos proporcionan los experimentos de campo aportan también resultados positivos. Mientras que las intervenciones coste-beneficio presentan resultados que solo ocasionalmente son positivos, las intervenciones sociales si han demostrado una efectividad generalizada. Donde el dinero no llega, las preocupaciones sociales si. Esto puede sorprender a los economistas pero no a los psicólogos y biólogos a los que ha fascinado por largo tiempo entender porqué se produce cooperación en humanos, y otras especies, cuando no existen vínculos familiares (dado que en ese caso la genética se basta para explicarlo).
El artículo plantea una conclusión que ya la biología evolutiva había identificado en otras especies: si nuestro comportamiento es visible, actuar cooperativamente aumenta nuestra reputación y por tanto la probabilidad de reciprocidad. Y si interaccionamos repetidamente en el tiempo con otros, la cooperación es la mejor opción “egoísta”. En pocas palabras, el coste de cooperar hoy se compensa por los beneficios de la ayuda que nos proporcionarán los otros en el futuro. O sea que la moneda de cambio no es el dinero, es la opinión de los otros.
La necesidad de lograr reciprocidad se ha codificado profundamente en nuestro comportamiento de modo que hoy se manifiesta como respuestas intuitivas que no precisamos racionalizar. Y este carácter hace que la cooperación tenga un componente emocional muy relevante. Si queremos promover cooperación debemos actuar sobre el deseo que las personas tenemos que los otros nos tengan en buena consideración.
Los experimentos demuestran que esto puede lograrse por al menos dos vías. La observabilidad o hacer que los comportamientos cooperativos o egoístas sean visibles para los que nos son próximos (por ejemplo nuestros vecinos o colegas del trabajo), y las normas descriptivas, proporcionando información sobre el comportamiento de las personas que nos son próximas. Continuando con el ejemplo del consumo de agua, cuando los usuarios reciben información que les permite comparar su consumo como el de sus vecinos se logran reducciones del 2 al 5% (similar al obtenido aumentando el precio).
Regresemos a la economía colaborativa: los nuevos intermediarios tecnológicos generan condiciones que favorecen la cooperación. Por una parte hacen visibles nuestros comportamientos, ya seamos clientes o proveedores, mediante los ratings. Por otra “nos aproximan”, hacen que independientemente de nuestra ubicación geográfica todos seamos “vecinos” y por tanto estemos interesados en la reciprocidad. Esto no es algo que ha surgido como novedad con las plataformas de economía colaborativa, que en realidad añaden una capa transaccional a prácticas ya comunes en Internet desde mucho antes; es algo que ha favorecido Internet desde su comienzo. El debate está ahora en hasta que punto la tecnología promueve una cooperación honesta y horizontal o es posible que los nuevos intermediarios se apropien, sin verdadera reciprocidad, de la cooperación de otros para extraer beneficios. O sea, ¿quién tiene el control?
El próximo 12 de Junio participaré en Santiago de Compostela en la Xornada ®evoLuƧión Cara modelos de negocio baseados en solucións tic de código aberto, organizada por AGASOL, donde hablaré sobre “Colaboración para el futuro”. Este post es uno de los argumentos que quiero utilizar en mi ponencia.