Sevilla, Santander, Barcelona, San Sebastián … en los últimos tiempos he pasado por estas y otras ciudades que comparten una fuerte identidad local y el orgullo de sus habitantes por pertenecer a ellas y por, en cierto modo, sentirse diferentes al resto. Ciudades plácidas, bellas, con poblaciones amables y llenas de atractivos para el turista.
Esa era precisamente la obsesión de los gurús que convierten a las ciudades en marcas. Identidad y orgullo que se vende al exterior para provocar el deseo de visitarlas. El “extranjero” puede durante unos días sentir esa identidad, imaginar como se siente un local y por tanto acariciar su orgullo. Pero la identidad se construye a partir de la diferencia, de crear una barrera invisible pero impenetrable que separa a los de aquí de los de fuera.
Ciudades convertidas en marcas, ciudadanos obsesionados con su diferencia. Los de fuera son solo turistas ,aunque vivan allí por años. Casi nunca pueden penetrar en la identidad local para formar parte de la comunidad. Si lo hiciesen esa identidad se perdería, acabaría convertida en una parte más del continuo urbano genérico en el que ya habitamos.
Pero una ciudad que no acepta, permite e incluso provoca la hibridación, se convierte en un cadáver exquisitamente conservado incapaz de dialogar con su entorno, incapaz de movilizar emociones y cerebros, incapaz de ser vital.
Es la hora de las ciudades sin identidad, abiertas, mestizas, dispuestas a transformarse día a día celebrando la influencia de los que antes llamábamos visitantes y que ahora son simplemente parte de nosotros.